El padre de Pablo C, un querido amigo a quien hace mucho tiempo que no veo, es pastor evangélico en la ciudad de Don Bosco. Hace muchos años, cuando en el gobierno argentino había ciertas personas de las que mejor no acordarse, yo solía pasar los fines de semana en su casa, donde era aceptado como a uno más de la familia. Los domingos, luego de la ceremonia religiosa (sabiendo que no compartía sus creencias me dijeron que podía quedarme en la casa, la que estaba inmediatamente detrás del templo, pero por cortesía y agradecimiento siempre asistí a la ceremonia y, sinceramente, me sentía muy bien allí) y después de almorzar, el padre de Pablo C
se iba hasta la cárcel (no recuerdo si era Caseros o Devoto) a llevar “La Palabra”, como solía decir, a los presos.
Una tarde volvió más temprano que de costumbre. Dejó la Biblia y sus carpetas sobre la mesa y, con esa sonrisa bondadosa que tanto recuerdo, nos contó lo que había sucedido. Al llegar al penal lo estaban esperando el capellán y el director de la cárcel. Le dijeron que a partir de ése día no se le iba a permitir el ingreso ni el contacto con los presos. “Aquí todos los detenidos son católicos” Acotó el capellán como un argumento final e irrebatible. “Supongo que no se dio cuenta de lo que dijo”, terminó el pastor con su sonrisa inamovible. Yo, por mi parte, siempre creí que sí sabía lo que decía, pero que, simplemente, no le importaba en lo más mínimo.
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